Sobre Las Lágrimas de Naraguyá
Hoy llega a las librerías mi nueva novela, Las Lágrimas de Naraguyá, un relato de aventuras que transcurren en el Amazonas y que publica SM en su colección juvenil, Gran Angular.
Me hace especialmente feliz esta publicación. Quizá porque disfruté mucho escribiendo esa historia. Quizá porque me recuerda a los días en los que comencé a darle forma.
Aunque escribir requiere rutinas y me paso la mitad del tiempo tratando de lograr ser organizada e imponer cierta disciplina a mi trabajo diario, el origen de las historias suele estar, al menos en mi caso, lejos de la mesa de trabajo.
Recuerdo que comencé a escribir La invasión marciana sentada en el banco de un parque de Barcelona. La idea inicial de Miss Taqui llegó, como no podía ser de otra manera, mientras pasaba la aspiradora. Los coleccionistas tiene su origen en la emoción asombrada de una visita al Museo de Artes Decorativas de Praga y Lila Sacher y los Muelles del Horizonte en un paseo en velero frente a la ciudad en la que nací y que me pareció redescubrir aquel día.
Comencé a escribir Las lágrimas de Naraguyá en una cabaña en medio de la selva amazónica peruana, durante un inolvidable viaje en el que no tenía planeado escribir una sola palabra. Habíamos buscado un lugar lo más apartado posible esperando sentir la belleza natural de la selva, pero no me hago ilusiones respecto a la intensidad que puede alcanzar la experiencia de adentrarse en la Amazonía para alguien que no deja de ser una turista. Aún así, a salvo en una pequeña casita de madera con su correspondiente pared de mosquitera, sintiendo la caída de la noche alrededor, puedes respetar y rendirte de amor por la naturaleza que te envuelve. Lo más hermoso, me pareció, eran los extremos del día, quizá por su quietud o porque en esos momentos es mayor la sensación de encontrarte con lo primitivo del mundo. Cuando salíamos temprano en canoa, con el río y los árboles entre la niebla, o al atardecer, con el cielo de colores intensos sobre el verde.
Allí, a la luz de las velas, en una libreta y con letra difícil de descifrar, comencé a escribir la historia de Floren el Flaco y de Meteo, el buscador de meteoritos. Allí nacieron la bella Muyuna y su misteriosa abuela, Victoria Regia, los leales y salvajes caucheros, las temibles Falmígeras Carnívoras, el Lobo de Río y los hermanos Cardoso. ¡Qué placer, inesperado siempre, es escribir sin parar, sin dar apenas abasto para la historia que acude! Con el tiempo me he dado cuenta de que hay que hacer lo imposible por no rendirse antes de hora en esos momentos, por continuar escribiendo, tirando del hilo, hasta donde nos lleve. No significa que todo lo que escribas entonces perdure, pero a menudo en esos momentos la historia adquiere una coherencia interna que tiene una naturalidad, una inevitabilidad, muy costosa de lograr después.
Esas páginas apresuradas quedaron allí, detenidas, mientras el viaje nos llevaba a otros lugares. Pero yo sabía que tenía algo, un comienzo, un atisbo, unos personajes que me hacían desear acompañarlos. Y durante los siguientes meses, ya en casa, seguí rondando aquella selva, tratando de poner nombre a lo que había visto brevemente, construyendo otro viaje, muy distinto pero tan perdurable como para añorarlo tiempo después, cuando la novela quedó terminada.
De todo eso hace ya unos años. Las novelas necesitan reposo, ser releídas y reescritas. Y luego pasan a manos de los editores y hay calendarios y tiempos de espera. Ahora ya está aquí, con esa emoción de la escritura en algún lugar de su interior, con la esperanza de lograr ahora la combustión perfecta y convertirse en emoción lectora.