La mirada de Alice Munro
He comenzado el año leyendo La vida de las mujeres, de Alice Munro, la reciente Premio Nobel. Ya era hora, dirán algunos, en especial aquellos amigos que hace años ya me la recomendaban vivamente.
Ha sido una lectura dichosa y llena de admiración. Un magnífico comienzo de este año cargado de promesas de buenas lecturas, pues por lo pronto me queda todo el resto de la obra de esta autora por leer, y por otra parte he hecho el propósito de reservar diariamente un tiempo de calidad para leer. No el tiempo residual, los huecos entre otras actividades apremiantes, sino un tiempo privilegiado, defendido y cuidado. Cambia totalmente la forma de leer cuando estás descansada y dispones de buena luz, una libreta a mano y silencio alrededor. No es lo mismo, sencillamente.
Hay certezas que irremediablemente se me van desdibujando sin apenas darme cuenta y que debo recuperar cada cierto tiempo. Ésta es una de ellas, que la lectura requiere el mejor tiempo de mi cosecha diaria. Escribir y leer son las dos actividades fundamentales de alguien que pretende escribir, eso lo sabe todo el mundo. Pero encontrar el equilibrio entre ambas no resulta tan fácil. La apremiante sensación de tener que “producir” para justificar tu día es una bestia difícil de contentar.
En fin. De ahí este buen propósito para el año. Leer más y mejor. O lo mismo pero más despacio. Dando tiempo a las palabras para tomar su peso y mostrar sus matices, con el margen suficiente para dejar en suspenso la lectura tantas veces como sea necesario y dialogar con lo leído.
Pero volviendo a Munro y su novela, según tengo entendido la primera de las dos que ha escrito, pues es una escritora de cuentos, como lo fue su admirada Eudora Welty, quien escribió bastantes novelas pero cuyos relatos breves son brillantes y seguramente tienen mucho que ver en cómo entiende Munro la composición de sus historias -un entramado de emociones y secretos-, sus prioridades, su mirada sobre el mundo. Esa capacidad que ambas comparten, exquisita, de tirar de un hilo que conecta con algo mencionado anteriormente, algo dicho como de pasada, de forma totalmente natural en el paisaje de la novela, y que, a la luz de esa pequeña revelación posterior, de ese dato que ahora sabemos, nos obliga a a volver la vista atrás, transformándose lo leído y conmoviéndonos con emociones muy diversas, desde la risa a la compasión, la ternura o el horror, entrelazando así también nuestros sentimientos a la historia que aprendemos a conocer y amar.
En La vida de las mujeres Alice Munro narra, construyendo una ficción literaria, episodios de su infancia y adolescencia a través de los cuales retrata algunos de los paisajes y personajes clave de esa primera etapa de su vida. La madre, excéntrica e independiente para la época, a la que ama pero de la que llega a avergonzase, a quien se parece y de quien trata a su vez de distanciarse, siempre presente en el relato, incluso cuando parece haber quedado en un segundo plano. Las tías del padre, ordenadas, domésticas, con una mirada crítica y ácida sobre la familia de la niña. Su mejor amiga, desvergonzada y provocadora, distinta a ella y a la vez estrechamente unidas por las circunstancias, por la necesidad de la amistad y por el peso, sí, de los secretos compartidos.
También tienen cabida los hombres en este universo doméstico cuyo horizonte no llega mucho más allá de los barrios donde la ciudad se diluye para comenzar a dar paso al campo, a las granjas, a la pobreza más desnuda, a la dureza de una vida alejada de los “avances” de la urbe. El padre, lejano, sin más que dos o tres líneas de diálogo, el vecino que trabaja para ellos, un personaje mucho más nítido, lleno de resonancias pese a la tosquedad de todo cuanto conforma su día a día, su mono de trabajo, su cocina con una capa de mugre, su pila de periódicos llenos de sucesos. El hermano menor, que pasa de ser un cómplice durante un breve tiempo a deslizarse cada vez más claramente al mundo de los hombres. Después, la galería de personajes masculinos se amplía y entran en escena aquellos que, fuera de su entorno familiar, encierran potencialmente el poder, la seducción, el peligro y el misterio del sexo.
Uno de los aspectos que da una fuerza inesperada a esta novela que bien podría haber sido un conjunto de cuentos breves, el relato más o menos amable y pintoresco de una determinada realidad vista desde los ojos de una niña, es esa tensión sexual que comienza a desarrollarse hacia la mitad del libro, aunque antes ya han existido avisos, relámpagos, y que dota de sinceridad y verdad a la mirada de la protagonista. No es que el sexo sea el tema. No lo es. Pero sí forma parte importante de la mirada y las inquietudes poderosas de esa niña a un paso de ser una joven y de esa joven que aún no es una mujer adulta. Y es algo de lo que no suele escribirse, ni hablarse. Al menos no con esa mezcla de crudeza y delicadeza. El deseo, desordenado y confuso, que no entiende de lo adecuado o no adecuado. Impúdico en su intimidad. Que se mezcla con el romanticismo pero no trata de esconderse en él, que se reconoce a sí mismo como deseo. Todo eso en una niña. Todo eso en combustión con personajes más o menos turbios o que bien comparten su propia ingenuidad.
Feliz año y felices lecturas.