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Aprender

¿Cómo aprendes? A escribir se aprende escribiendo, leyendo, viviendo. Eso dicen todos. ¿Dicen eso todos porque es cierto o porque no conocen otra respuesta?

Está el oído, que te permite saber lo que suena bien y lo que no. Está esa (casi) infalible sensación de que algo fluye y está vivo, ese chapuzón en la historia que indica que allí la historia vive, eso que quisieras para toda la obra, de cabo a rabo, sin concesión alguna a pasajes intermedios, a trabajosas pasarelas entre poza y poza. No. El libro debería ser un río, un río cambiante pero que no te suelta hasta llegar al mar… o a otro río aún más poderoso.

¿Cómo aprendes? Está la claridad, como un faro. Eso tan complicado y tan sencillo. Una historia bien contada. No necesariamente de la manera más fácil ni más evidente. ¡Quien alcanzase la claridad por caminos extravagantes y caprichosos!

Está la honestidad, que tiene algo que ver con contar la historia que te pertenece y no acobardarte ni arrugarte ni simular.

Pero hay algo, hay algo en ese esfuerzo por aprender, que se queda en puro esfuerzo y mata el aprendizaje. A mí me pasa. A veces. Todo se emborrona entonces y doy vueltas y más vueltas, esforzándome cada vez más y consiguiendo cada vez menos. Con miedo.

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